jueves, 7 de mayo de 2009

FERNANDO LUGO, ALBERTO Y LA OBLIGACIÓN DEL CELIBATO

Después del escándalo protagonizado por el presidente de Paraguay y ex obispo de la iglesia católica, quien surgió de su casi anónimo ejercicio gubernamental en el país sudamericano ensombrecido por la historia de tres hijos concebidos mientras era todavía un religioso, ahora nos llega otra de aventuras.

Se trata del padre Alberto Cutié, sanote y agradable oficiante que aconsejaba a sus fieles a través de un muy visto programa de televisión en los Estados Unidos.

Cada semana el padre Alberto, ante un auditorio heterogéneo propagaba su palabra, evocaba la virtud y la moral cristiana como elementos fundamentales y básicos para la preservación del matrimonio y las buenas costumbres.

Pero ahora el clérigo ha dado un traspiés en su carrera. Algún avispado paparazzi, desde cierta distancia apuntó su teleobjetivo hacia una pareja que románticamente se deslizaba entre las olas del mar.

Padre Alberto abrazaba a la joven con una amistad un tanto más edulcorada que la simple afinidad. Sobre la arena devastaba el credo y azufraba los evangelios.

La sotana quedó colgada detrás de la puerta y Alberto vestía magníficos pantalones de playa, mientras la criatura de la tentación era ocultada en la foto, de manera parcial, por el hombre hecho de carne, huesos, sangre y tendones.

Sus feligreses han salido en su defensa. Congregados frente a la iglesia de Saint Francis de Sales, en Miami, portaban pancartas mientras dando vueltas frente al templo cantaban al unísono “lo respeto, lo perdono”.

Algunos le llaman el Padre Oprah al cura de origen cubano nacido en Puerto Rico. Ha conducido varios programas en la televisión estadounidense y es autor de una columna en español en cierta publicación.

El religioso de 40 años ha visto ahora la caída de su reputación, promovida por la relevancia mediática. Ha sido destituido como párroco de la iglesia arriba mencionada y también de su cargo de director general de la emisora católica Radio Paz. Tampoco puede realizar apariciones en televisión o radio.

Igual que en la ocasión anterior, no criticamos la caída en los abismos de la carne, sino la actitud tramoyista. Un hombre puede sucumbir a las tentaciones de la materia, pero cuando se desenvuelve como consejero de la moral le quedan grandes los hábitos.

Volvemos entonces a la polémica sobre la necesidad o no del celibato. Ya no debe ser una obligación, sino más bien un compromiso adquirido por quien puede soportar la atracción de lo terrestre. Aquel que conozca la inquietud de su cuerpo podría continuar al frente de sus fieles, pero con la libertad de elegir si se mantiene casto y célibe o se entrega a un amor menos aéreo.

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